lunes, 18 de octubre de 2010

Una Puñetera Mosca


Un compañero de la universidad solía comentarme sorprendido el hecho de que los perros más pequeños y aparentemente inofensivos acostumbren a ladrar más que ningún otro tipo de perros. Le llamaba especialmente la atención el hecho de que fueran capaces de encararse a perros mucho más imponentes que ellos. Aludiendo al instinto de supervivencia que debía existir en aquellos perros enclenques y tremendamente escandalosos, el hecho de que un perro peligroso, al ser verbalmente agredido, pudiera casi comerse de un bocado a su insignificante agresor, no le cabía en la cabeza.
Una duda similar es la que hoy me asalta. Desde que entré en esta habitación desde la que escribo estas líneas, una mosca me ronda cual satélite de mi persona. Y no puedo más que acordarme de mi amigo y de Charles Darwin, y de las tortugas de las Galápagos y del HMS Beagle y de la madre que la parió. ¿Acaso no entiende que no hace más que honores de cara a que la gasee o la aplaste? Porque me duché esta mañana y no creo que de toda la casa venga a ser yo mismo el lugar más nutritivo. Hay comida en la cocina y hace suficiente calor en ella. ¿Por qué tanta insistencia?
Mi amigo defendía que el comportamiento de aquellos perros no era consecuente con la supuesta predisposición a sobrevivir a toda costa con el sólo hecho de perpetuar la especie; y la verdad es que a esta mosca no la elegiría como un referente en manuales de supervivencia. Se empeña erre que erre en rondar a quien seguramente sea la última compañía que tenga. Quizás sea realmente consciente la Gaia de James Lovelock y con esta mosca kamikaze se esfuerce hoy por tocarme las narices. Sea como fuere, hago mía la duda de mi amigo y concluyo, no sin dejar de buscar de reojo alguna cosa con la que aplastar a mi incómoda compañera, si la naturaleza diseña tan mal su propia tecnología, no me extraña que salga así la nuestra (en casa del herrero cuchara de palo).

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